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Cinco grandes cronistas del Siglo XX en Colombia

Violencia, periodismo y literatura

Ismael Enrique Arenas

Ximénez
osorio l
Gonzalez t
claver tellez
arenas

La literatura, al frotarse contra lo real, puede llegar a producir un susurro.

Ese susurro es la verdad. José Joaquín Jiménez

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José Joaquín Jiménez fue la joven promesa de la edad de oro de la crónica gracias a su capacidad para moverse entre diferentes géneros narrativos e incorporarlos a la crónica roja. En su corta carrera escribió sobre delitos menores, desmanes, asesinatos, bandas criminales y especialmente sobre suicidios.

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Ximénez, como empezó a hacerse llamar en las salas de redacción y más tarde en sus columnas, fue un cronista reconocido por su capacidad para acercarse a los temas escabrosos y por su natural talento literario que se desbordaba a la hora de narrar el más pequeño hecho delictivo. Se le acusaba de exagerar la información en sus relatos e incluso de inventar actos delictivos, bandas criminales y notas suicidas cosa que el cronista debatía con humor e ingenio.

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En las crónicas de Jiménez el estilo poético era uno de los grandes protagonistas, lo que hacía pasar por alto la dramatización excesiva de los acontecimientos y le daba la oportunidad a los lectores de centrarse en algo más que la muerte y el crimen. Su fama empezó con el cubrimiento de los suicidios acontecidos en la ciudad y la extraña coincidencia de hallar siempre en los bolsillos cartas y poemas de amor.

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Su habilidad para describir los hechos criminales o suicidas sumada a su prodigiosa imaginación hicieron de José Joaquín Jiménez uno de los preferidos de los lectores del periódico El Tiempo, quienes esperaban diariamente las crónicas cargadas de detalles, lenguaje poético y algún hecho criminal.

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El talento literario de Jiménez se plasma con maestría en la crónica que rinde cuentas sobre el bandido Mediabola. El relato se inicia con la infancia del criminal y entrelaza el mundo que lo rodea con la descripción de su personalidad. A pesar de dejar claro desde el comienzo la vileza del sujeto en cuestión, el cronista busca la manera de mostrar sus carencias y tragedias para darle una mínima humanidad al bandido.

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Ximénez merece un lugar de honor en la historia de la prensa bogotana, no solo por la calidad de su prosa también  porque en ella se encuentra a profundidad la cara oculta de la Bogotá de mediados del siglo XX y porque sus crónicas nos dan la posibilidad de analizar y entender los cambios narrativos y de estilo que tuvo el periodismo del siglo y especialmente en el género de la crónica.

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José Joaquín se valió de lo cotidiano de la ciudad, del humor y de la poesía para hablarles a los bogotanos de personajes oscuros y anónimos que fueron tocados por la desgracia. Su cubrimiento de los suicidios del Salto del Tequendama le dio especial recordación entre los lectores al convertir la muerte en historias de amor, desengaño y dolor; gracias a estos desdichados, aparece en las páginas de la prensa don Rodrigo de Arce, un afamado poeta fruto de la imaginación y la pluma de Jiménez.

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La Ximenidad fue un término que se acuñó en la prensa colombiana de mediados del siglo XX para hacer referencia a los escritos de José Joaquín cargados de absurdos, ironías, drama y comedia. Jiménez era un digno exponente del buen humor y eso se podía encontrar en sus crónicas, que aún cargadas de tragedia, siempre vislumbraban una chispa del carácter y el estilo jovial de su relator. La Ximenidad estaba asociada también a las travesuras que comúnmente realizaba Jiménez, como aquella vez que escribió acerca de un comerciante colombiano que había vendido en diferentes ocasiones los restos falsos del prócer Simón Bolívar a ingenuos turistas, hecho que trascendió a la prensa internacional; o cuando hizo aparecer en las páginas de la prensa bogotana al bandido Rascamuelas, producto de su imaginación, como el culpable de diversos crímenes acontecidos en la ciudad en julio de 1935, y consiguió que el comandante de la policía de la capital llevara a cabo múltiples operativos para capturarlo. Estas y otras  tantas travesuras lo llevaron a visitar la oficina del director de El Tiempo, Germán Arciniegas quien le propinaba severas reprimendas pero en silencio celebraba el ingenio y la picardía de su subordinado.

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José Joaquín Jiménez fue un periodista apreciado por sus colegas, quienes reconocían un profundo compromiso por su trabajo, una pasión sin límites por escribir y una increíble capacidad para trasmitir el sentir de los aquellos que hacían parte de sus crónicas. Jiménez podía conseguir que la historia más sencilla se convirtiera en el titular principal del periódico gracias a su ingeniosa redacción, a su capacidad para versar y a ese buen sentido del humor que caracterizó su vida y su obra.

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José Joaquín Jiménez

Felipe González Toledo

Lo que escribe un hombre habla de sí mismo, de su forma de percibir el mundo, de su sentido ético y de su carácter. Las crónicas de Felipe González Toledo nos muestran el hombre comprometido con la verdad y la ética periodística que era. Su carácter quedaba plasmado en cada una de sus investigaciones gracias a la rigurosidad investigativa, su prosa inteligente y su memoria prodigiosa. Su estilo justo, sin excesos ni falencias le permitía a los lectores encontrarse con esa ciudad que el cronista con su ojo curioso y despierto capturaba.

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Chicherías, plazas de mercado, grandes casonas, cafetines y especialmente las calles de la ciudad eran los lugares donde González Toledo encontraba la materia prima de sus relatos. Allí el cronista hallaba los secretos de los muertos y los vivos que se cruzaban por su camino para más tarde con su pluma magistral crear las historias que cautivaron a los lectores por décadas. En sus crónicas hacía visible la cruda realidad de la ciudad, donde predominaban los bajos fondos, la miseria, la muerte y centenares de crímenes pero donde también habitaba un poco de humanidad y esperanza.

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González Toledo se especializó en retratar la condición humana desde todas sus dimensiones es por esto que en sus relatos la voz de los protagonistas se siente clara, presente y real. Sus crónicas son un viaje en el tiempo donde los hechos toman forma de nuevo negándose a desaparecer de la memoria.

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La censura que se le impuso a la prensa durante la dictadura de Rojas Pinilla fue uno de los tantos problemas con los que tuvo que enfrentarse Felipe González Toledo quien en ese entonces ya era uno de los cronistas principales de El Espectador, uno de los diarios clausurados por el presidente. Pero este tropiezo no le quito su carácter combativo y en cambio le dio la oportunidad precisa para consolidar, junto a Rogelio Echavarría, el sueño de fundar un semanario independiente y especializado en la crónica. Así nace el Semanario Sucesos, lugar donde González Toledo desplegó su talento al máximo y sin restricciones editoriales.

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Uno de los ejemplos más consistentes de su trabajo es la serie de crónicas publicadas en mayo de 1956, aquí el cronista logra una concisa y magistral reconstrucción de los hechos acontecidos el 9 de abril de 1948. El cadáver que tenía dos corbatas es una las piezas que hace parte de esta serie, allí Toledo aporta datos importantes sobre el asesinato del caudillo político Jorge Eliecer Gaitán, las investigaciones posteriores, los presuntos implicados en los hechos y adicionalmente nos presenta una maravillosa pieza literaria.

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A pesar del compromiso de los periodistas de la época con la verdad, no todas las historias pudieron ser contadas a cabalidad. El 9 de abril de 1948 no solo asesinaron a Gaitán, tras regarse la noticia de su muerte, las calles de Bogotá se convirtieron en un escenario de violencia y odio que dejó un alto número de bajas humanas.

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Una de las víctimas de aquel siniestro día fue el Capitán Tito Orozco quien al negarse a disparar en contra de la población insubordinada sentenció su suerte. Cinco años después sería perseguido, desaparecido y finalmente fusilado. La historia de Orozco solo pudo contarse 4 años después en las páginas del Semanario Sucesos gracias a los esfuerzos de González Toledo y de Edelmira viuda de Orozco. Más tarde la investigación realizada por el cronista desembocaría en el libro El cadáver insepulto de Arturo Alape.

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Testigo ocular, observador incansable y relator de las historias que marcaron el siglo XX, Toledo investigaba y escribía; escribía y reflexionaba sobre su oficio, sobre la ciudad pero sobre todo sobre esa extraña condición humana que puede llevarnos a cruzar límites insospechados.

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Felipe González Toledo quedo en las páginas del periodismo colombiano como el maestro de la crónica, aquel que llego a dignificarla. Su legado no son solamente sus crónicas sino también su inagotable compromiso con la ética, con la verdad y con su oficio.

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Pedro Claver Téllez Téllez

Pedro Claver Téllez Téllez es el cronista de la violencia que apareció tras la fundación del Frente Nacional y quien se  especializó en retratar la vida y obra de los bandidos que azotaron el país a lo largo de la segunda mitad del siglo XX. El suyo ha sido un  trabajo de investigación y reconstrucción histórica, un trabajo que cuenta los hechos desde el otro lado de la historia: la del malhechor, el bandido, el enemigo público.

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En sus relatos se puede encontrar un estilo limpio que sin excederse en los recursos presenta precisión en las metáforas y en las estructuras narrativas. Sus palabras, las escoge con cuidado para que tengan el énfasis correcto y le permitan mostrar a cabalidad la realidad que se ha esforzado por retratar.

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Téllez ha recorrido el país en busca de las historias de la violencia, escudriñando vidas y arriesgando el pellejo para poder más tarde darle rienda suelta a su talento narrativo y a su inagotable necesidad de escribir.

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Su narrativa tiene la capacidad de situarse en medio del conflicto y ahondar en la miseria, de darle voz y lugar a aquellos seres que nunca han contado su historia y en los que no reconoceríamos ningún tipo de humanidad si no fuera por la capacidad que tiene Pedro para dejarnos descubrir que esos seres que recorrieron el país dejando muerte y destrucción también tenían miedos, sueños y esperanzas.

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Pedro a lo largo de su vida ha ejercido un periodismo de trinchera, siempre al borde del peligro por estar buscando la verdad que se esconde tras la violencia del país; tal vez por eso sus crónicas se antojan tan sinceras, reales y de primera mano. Pedro es  también un exquisito ilustrador de las ciudades, pueblos y parajes que sirven como escenario de sus historias al lograr describirlos de forma magistral y apasionada como si de una pintura se tratara.

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A lo largo de su vida ha escrito sobre criminales, guerrilleros, esmeralderos y narcotraficantes queriendo trazar la historia del país desde el lado B, quizás buscando la razón a la guerra interminable del país o a la naturaleza violenta de sus habitantes. La importancia de Pedro Claver Téllez en el periodismo y la literatura colombiana se fundamenta en su capacidad para ver lo que otros no ven e investigar y narrar lo que muchos han querido mantener oculto.

Sabe que es como un libro de historia de Colombia que todos quieren leer. Lo asume sin vanidad y abre sus páginas sin condiciones. Para que los capítulos no resulten aburridos, como los libros escolares, él las llena con su buen humor y las adorna con innumerables anécdotas y precisiones que no se le han perdido en el laberinto de los años. Nombres, fechas, lugares, hechos, leyes y sentencias surgen de su memoria con la claridad que da el haber sido testigo de cada uno de esos sucesos.

Con el fin de registrarlos, nunca tuvo problema para desplazarse a donde tocara ir, así fuera a una zona de violencia, un inhóspito lugar o un dramático acontecimiento.

Con la suspicacia de un investigador privado, siguió cada hecho con el entusiasmo de descifrar el móvil, descubrir a los autores y desenmascarar a los protagonistas. Así fue como se especializó en escribir crónicas policiacas.

Pero no contento con registrar solo crímines pasionales, suicidios y asaltos, amplió la información cubriendo lo que sucedía en tribunales, juzgados, Consejo de Estado y Corte Suprema. El resultado: creó la crónica judicial. Ese es su fuerte.

Tanto se metió en la movida, que ya podía dar fallos, pero informativos. Hasta resultó de consejero y asesor de varios magistrados y jueces que lo llamaban para hacerle consultas.

En esas se la pasó más de cuarenta años de los 55 que lleva metido en el periodismo.

A acumular recuerdos y a registrar noticias comenzó desde que era estudiante de bachillerato del colegio San Pedro Claver, de Bucaramanga. Con un amigo se encargaban de hacer la página estudiantil del periódico Vanguardia Liberal. Desde entonces, no ha dejado de escribir. Y es que no puede.

Y eso que casi se desvía. Un amor lo hizo abandonar Bucaramanga, en 1936. Con ella y una recomendación dentro del bolsillo dirigida a Eduardo Santos, llegó a Bogotá a ver qué hacía. Por fortuna para él, el propietario de EL TIEMPO lo puso a trabajar en sus páginas. Y ahí se quedó.

Desde entonces, es mucho lo que ha cambiado el país, pero no el Flaco Arenas. Por ejemplo, nunca engordó y sigue como una espada de delgado. La costumbre de vestir traje completo de paño con tirantas y todo tampoco la abandona. Mucho menos sus cigarrillos, de los que, cuando está calmado, se fuma una caja; de lo contrario, pierde la cuenta.

Su aguardientico diario todavía lo acompaña. Y la caminada por los pasillos del periódico silbando cualquier cosa no se le ha olvidado.

Todo esto es un legado de sus noches de bohemia cuando prácticamente salía de las instalaciones del periódico con un ejemplar bajo el brazo. En el Restaurante Internacional lo esperaban sus colegas y Calibán. Allí, hasta la madrugada arreglaban y desarreglaban el país. Luego, un refrescante paseo por la carrera séptima y hasta más tardecito.

Esos son los recuerdos que más comenta. Los que menos salen de su baúl de recuerdos son aquellos como el de dejar su máquina de escribir con candado o sin rodillo para que nadie más la utilizara. Es que es bastante quisquilloso y por momentos malgeniado. Aunque es fácil confundir su temperamento franco, santandereano, al fin y al cabo, con la furia.

Por todas esas páginas de historia que ha escrito gracias a una innegable vocación de periodista, el Círculo de Periodistas de Bogotá lo condecoró con la Medalla Guillermo Cano a la vida y obra de un periodista.

Este reconocimiento vuelve a poner de manifiesto su sencillez. Los homenajes lo abruman por sentir que arrastra una cola de lagarto de esas que siempre combatió. Pero no deja de demostrar su satisfacción.

Para repasar las páginas de historia que Ismael Enrique Arenas guarda en su memoria solo basta saludarlo; el resto corre por cuenta de él.

 

Redacción EL TIEMPO 18 de febrero de 1992

José Antonio Osorio Lizarazo

Yo he tenido la afición, un poco tonta y pesimista, de escarbar entre esas almas que presentaban algo extraordinario o irregular, pero esta afición se ha situado por lo bajo y me gustan más esos espíritus humildes y sinceros que llevan una pobre vida de privaciones y de dolor, que lo que se ha llamado gentes de selección. José Antonio Lizarazo.

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José Antonio Osorio Lizarazo fue uno de los escritores bogotanos más prolíficos del siglo XX; en sus crónicas y novelas se preocupó por retratar de forma estética y trasparente los procesos sociales, culturales y políticos que influyeron en la construcción de la identidad de los ciudadanos de la época.

Sus crónicas se publicaron en los principales periódicos del país lo que lo catapultaría como uno de los grandes del género y más tarde lo llevaría a convertirse en un importante novelista. En 1923 Osorio Lizarazo empieza a trabajar en el diario Mundo al Día, lugar donde la labor periodística tomó otro camino al alejarse del tono político que caracterizaba al periodismo de finales del siglo XIX al modificar la forma de ejercer el oficio. Los periodistas de Mundo al Día lograron darle mayor importancia al análisis, a la crítica y sobre todo abrieron un espacio real para la cultura del país. En este contexto aparece un folletín seriado que daba cuentas de la sociedad bogotana con sus tragedias y miserias. Este folletín fue escrito por Osorio Lizarazo, un detective que se sumergía en lo más profundo de la capital del país y convivía con los personajes de las crudas historias que después plasmaba en el diario. Ya en ese entonces se podía vislumbrar la cercanía del cronista con aquellos que no tenían voz y vivían la tragedia en carne propia.

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José Antonio Osorio Lizarazo sitúo la mayoría de sus relatos en la ciudad que lo vio nacer: Bogotá. Los grandes cambios esta ciudad fueron recogidos en sus crónicas al plasmar los efectos del modernismo en las calles, casas, paisajes y habitantes. La ciudad aparece en cada escrito como un personaje más: moviéndose, mutando y ejerciendo poder sobre aquellos seres que se aventuran a habitarla.

El estilo de la escritura de Osorio Lizarazo se caracterizaba por la precisión y la fluidez; por el humor inteligente y la ironía limpia que dotaba a la prosa de un tono particular e inconfundible. En sus crónicas se apropió de los recursos usados en las entrevistas y los reportajes para darle ritmo, polifonía y fidelidad a sus historias.

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Su sensibilidad se hace visible al hablar del drama que vive la gente del común al enfrentarse con la injusticia del desplazamiento, del hambre y de la pobreza. Campesinos, mineros, pobres, locos, borrachos y criminales son los protagonistas usuales de historias reales que podrían hacer parte del más increíble libro de ficción.

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En la vida de Osorio Lizarazo el ejercicio del periodismo siempre estuvo de la mano con la literatura, una y otra disciplina se nutrieron y compaginaron gracias a las experiencias investigativas y narrativas que compartían. Quizás por esto, la crónica fue el género periodístico en el cual más cómodo se sintió y el que lo llevo a recorrer el mundo.

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En la escritura periodística, Osorio Lizarazo no jugaba bajo las reglas normales del periodismo, sus titulares no eran escandalosos, incorporaba diálogos de sus personajes lo que hacía fluir la narración al incorporar varias voces a los relatos; dejaba de lado los excesos retóricos para darle prioridad a los hechos sin olvidarse del componente emocional y humano que atrapa al lector.

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A pesar de las cualidades literarias de Osorio Lizarazo, la crítica no le dio el lugar que correspondía, quizás porque su prosa se adelantaba a la época o por la constante denuncia que en sus escritos encontraban y que amenazaba con desestabilizar las esferas del poder.

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A este rechazo de la crítica literaria, se suma el poco interés académico que a lo largo del tiempo ha suscitado su obra. En los principales estudios sobre el género se le menciona sin mayor trascendencia y las recopilaciones de crónicas que aparecieron a principios de este siglo no cuentan con sus obras. Juan José Hoyos (2009) y Mary Luz Vallejo (2006) le dedican algunas páginas en sus investigaciones sobre el periodismo narrativo pero sin darle mayor trascendencia a su importante aporte en el desarrollo de la crónica. Sin embargo esta última década trajo consigo nuevos intereses en el trabajo de Osorio Lizarazo y con esto investigaciones y reediciones de sus novelas, lo que ha permitido ponerlo nuevamente en el panorama literario del país.

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Un digno destino para un periodista y escritor comprometido con las historias que contaba, sus protagonistas y la verdad fruto de la investigación rigurosa que solo puede hacerse desde las calles y cerca de la gente.

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El valor de José Antonio Osorio Lizarazo en la literatura colombiana es visible en los aportes que le hizo a la misma al relatar historias profundas, reveladoras, llenas de humanidad, comprometidas y veraces pero sobre todo con la sencillez suficiente para llegar a todos los lectores sin perder el estilo y la calidad narrativa que lo caracterizaban.

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